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Puntería y corsés

18/08/2015

Antes los carretes de fotos eran preciosos como tambores de revólver y había que apuntar igual de bien antes de disparar, fuesen fotos o balas. Doce, veinticuatro o quizá treinta y seis eran los cartuchos que podía gastar quien aspiraba a atrapar la luz de un momento irrepetible, y la economía de recursos parecía pedir a gritos talento.

El tiempo multiplicó hasta el infinito las balas de los fotógrafos y ahora no hace falta pensárselo para apretar el gatillo: se dispara a todo lo que se mueve. Quien tenga buena puntería seguirá sacando grandes fotos, pero ¿cuántos de los que, como yo, acumulan cientos en su tarjeta de memoria o en su móvil, salvarían doce para revelarlas en papel? ¿Quién tiene doce tan buenas como las buenas que antes llenaban un carrete?

Y quien dice fotos dice cualquier otra creación, como tan bien explica T.S. Eliot, citado por Robert McKee en El guión:

La imaginación, cuando se ve forzada a trabajar dentro de un marco estricto, debe realizar el mayor de los esfuerzos, lo que le llevará a producir sus mejores ideas. Cuando se le ofrece libertad total, probablemente su trabajo resulte deslavazado.

T. S. Eliot lo dijo en 40 palabras. Yo lo he intentado con 157. Ejemmm…

Auden y el arte de seducir

23/04/2015

Cada vez me cuesta más comprar libros. Libros y todo, pero sobre todo libros. Tengo más libros que tiempo y lo que quiero es leerlos, no buscarles compañeros. Por eso al coger hoy El arte de leer de W.H. Auden estuve casi segura de que no lo compraría. Leí la contraportada, que me pareció tremendamente interesante, sobre todo por el humor y la actitud iconoclasta que auguraba, pero aun así seguí resistiéndome, manoseando el ejemplar mientras seguía a medias la conversación de dos mujeres que hablaban sobre la versión oficial sobre la muerte de Lorca difundida hoy por una emisora de radio. Me estaba yendo ya de Auden, quería dejarlo y seguir curioseando hasta llegar a la puerta para huir con la cartera intacta, cuando el azar me llevó a una página donde cuatro líneas me hicieron reír, a mí que río poco, y me amarraron al libro que ahora descansa a mi zurda sobre el escritorio:

La mitad de la literatura que se ha producido en Occidente a lo largo de los últimos cuatrocientos años, lo mismo culta que popular, ha tenido su origen en la falsa asunción de que una experiencia excepcional ha de ser, por fuerza, también universal. Así, muchos millones de personas han estado absolutamente convencidas de haberse “enamorado” cuando su experiencia hubiera podido describirse con más tino echando mano de esa palabra brutal que empieza con f y termina en ollar.

Patio de luces

17/07/2014

He vuelto a la comida barata, a la del súper, y Roque no para de cagar en todo el día. Acaba de hacerlo otra vez, en abundancia, y el baño apesta. Abro la ventana oscilobatiente por arriba. Entra menos aire, pero no hay riesgo de que Roque meta la nariz y quiera jugar con el vacío. Abro la ventana y escucho otra vez al niño. Llora sin consuelo, grita, y nadie le responde. Sé que no está solo. Ahora que es de noche, papá y mamá están en casa. Pero el niño no dice papá ni mamá. Solo llora. Grita.

Al fondo de su llanto papá y mamá discuten. Papá más fuerte, pero poco rato. El patio de luces amplifica el drama, pero no distingue cuál es la ventana ni de qué edificio. Una puerta que se abre suena en el descansillo y ya no hay duda. Atisbo por la mirilla y al poco baja un papá joven, con una gorra roja, rezongando y destejiendo ágil los peldaños.

El niño ha dejado de llorar, como si se cansase, y al poco vuelve. Una voz infantil, pero mayor que su llanto, serena e ingenua, dice algo de la cena. Mamá dice que no hay otra cosa. Habla tranquila, no como por la mañana, que a veces dice “jodidamente” y “cojones”. Lo dice enfadada y desde mi ventana del patio de luces, mientras desayuno, las palabras suenan como escupitajos.

Con el mismo tono plano que ha hablado con la niña, la que sabe hablar, le dice por fin al niño que no grite. “No grites”. Y dice su nombre, que no se entiende bien. Al poco calla el niño. La madre no habla más. Se oye entonces la voz de la niña  y es papá el que responde. El padre ha vuelto, pero le dice a la niña que no está. Ella no llora. Es como un juego.

La ventana oscilobatiente sigue abierta, pero en el patio de luces ya no se oye nada. Quizá fue solo una nube negra, un trueno solitario en una noche de verano.

Roque mastica sin miedo una gervera que se seca en el escritorio. Se ha secado porque comenzó a masticarla cuando estaba fresca. El verde es bueno para su estómago, para que los pelos que se lame no se conviertan en bola indigesta.

Mañana volveré a comprar comida buena, de veterinario. Por el bien de su estómago y de mi pituitaria. Aguzo de nuevo el oído, lejos ya de la ventana. Todo es aún silencio.

Pongo música de medianoche –un japonés y su piano– y, sin venir a cuento, pienso en la suerte de mi pobre gato callejero.

Me quedo con Tobias Wolff

23/04/2014

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Hace más de un año que guardo la página de ABC que encabeza esta entrada con ese pósit pegado. «Vida de ese chico» y debajo, «Tobias Wolff, para el cuadernillo». El artículo habla de cómo las expectativas y valoraciones de los mayores llegan a condicionar el desarrollo de los niños, de cómo las etiquetas se acarrean durante décadas igual que losas invisibles y de hasta qué punto lo que pensamos de nosotros mismos y de lo que podemos llegar a ser tiene que ver con lo que nos transmiten los demás. La familia, los mayores, nos ponen trajes pequeñitos y estrechos que muchas veces no nos dejan crecer o que, en el mejor de los casos, no nos permiten cambiar ante sus ojos aunque los años nos vayan transformando, dando la vuelta como un calcetín.
Por eso puse ahí ese pósit, porque Tobias Wolff habla un poco de eso, pero sobre todo, de la necesidad de redimirnos, de ser vistos con una mirada nueva, limpia, que no nos recuerde lo que fuimos, que no vea lo que quizá aún somos, que no perciba lo que queremos dejar de ser.

«En el fondo de mi corazón despreciaba la vida que llevaba en Seattle –dice el adolescente Toby-. Estaba harto de ella y no tenía ni idea de cómo cambiar. Pensaba que en Chinook, lejos de Taylor y Silver, lejos de Marian, lejos de la gente que ya se había formado una opinión de mí, podría ser diferente. Podría presentarme como un chico estudioso y atlético, un chico digno y responsable y, no teniendo ninguna razón para dudar de mí, la gente creería que yo era así y de este modo me permitirían serlo. No reconocía otro obstáculo para un cambio milagroso que la incredulidad de los demás».

Cambiar es mucho más difícil de lo que pedía Toby, pero yo me reconozco en ese ruego cada vez que empiezo un año, un curso o una libreta nueva. Tengo fe ciega en el punto cero, en la blancura de una primera página, en septiembre. Tengo tanta fe que el día que la pierda sé que no podré asumir mis propios borrones. No soy de borrones, soy de gomas de borrar. De paredes blancas. De otoños.
Por eso me gusta tanto ese Toby que con los años y las incredulidades llegó a convertirse en Tobias Wolff, y por eso hoy, que no tengo libro nuevo ni rosa ni nada, he decidido quedarme con él.

 

Emociones fuertes

10/11/2013

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En estos tiempos artificiosos, las cosas auténticas, por raras,  impresionan como los unicornios. Hoy ha sido algo tan sencillo como el reencuentro de cincuenta y cinco trabajadores con sus familias y amigos, a los que, en realidad, no llevaban tanto tiempo sin ver. Una escena contenida y sin dramatismos, y quizá por eso sobrecogedora.

Lo era ya ver ese edificio desconchado y triste como una vieja prisión que alberga desde hace un millón de años la fábrica de armas de A Coruña, pero llegar a esa explanada donde los familiares esperaban y ver asomar detrás del muro, detrás de la tela metálica, a aquellos hombres que mañana cumplen tres semanas de encierro agarrotaba la garganta.

Allí estaban ellos, peleando por ese artículo de lujo decadente que es hoy un puesto de trabajo, sin darle demasiada importancia a eso de coger un micrófono y pasárselo de mano en mano para hablar. Alguno mandaba un saludo a su madre y le decía que no se preocupase, que estaba comiendo bien; otro recordaba que hoy era el cumpleaños de su hija y la felicitaba porque no iba a poder celebrarlo con ella; uno grandote asumía el mote que se había ganado en el encierro, «sauce llorón», y a las pocas palabras se ahogaba en lágrimas; otros callaban, sin más.

Y desde fuera, un adolescente les mandaba ánimos porque su padre, su padrino y tres primos estaban allí encerrados; y una chica les daba las gracias por estar allí; y otra recordaba algo tan básico y desfasado como que en la vida hay que luchar por lo que se quiere, como estaban haciendo ellos.

Y mientras tanto, los ajenos, los profesionales de la comunicación o de la política, o del sindicalismo, los que estábamos allí trabajando, aguantábamos más o menos el tipo. Y más tarde intentábamos no fijarnos demasiado en aquellos niños pequeños a los que un adulto encumbraba hasta la verja metálica para poder mirar de cerca a su padre y tocarle la mano; ni tampoco imaginar que aquel hombre que desaparecía tras el muro justo cuando acababa de saludar a un pequeño quizá estaba sollozando al otro lado, protegido ya de la impresionable mirada infantil.

Y mucho después, transcurrida la comida y buena parte de la tarde, los que estuvimos allí nos seguíamos acordando, y nos reconocíamos blandos y sensibleros por haber tenido que poner a raya nuestras propias lágrimas. Y quien sacaba las fotos confesaba haber pensado en sus niños mientras veía a aquellos otros niños, y quien escribe se acordaba, ahora quizá con envidia, de aquel que desde el interior de los muros decía para tranquilizar a los de afuera: «Nosotros aquí estamos bien. Estamos cincuenta y cinco amigos y nos hacemos compañía. Los que estáis más solos sois vosotros».

Y decía una enorme, incontestable, verdad.

La lata

17/06/2013

Hace casi veinte años cogí una lata pequeña que originalmente contenía una vela de olor a fresa y la llené de papelitos. La lata, que era redonda y con tapa, estaba ilustrada con cerezas sobre un fondo blanco y en ella guardé un montón de tiras de papel con frases o palabras que podrían sugerirme algo sobre lo que escribir. Acabo de abrir un cajón del escritorio y he visto que todavía está allí; tiene las cerezas de la tapa descoloridas y picadas de óxido, como por un pájaro goloso, pero todavía guarda algunos de aquellos papeles que escribí a los dieciocho años. Estoy tentada a sacar uno para ver qué me inspira, pero el solo hecho de que esté aquí, sobre el escritorio, a unos centímetros del teclado, junto a unas manos que han vivido y cambiado tanto desde entonces, desborda cualquier propósito de escritura.

Tocar esa lata con estas manos, la misma lata que tocaron aquellas manos que no habían tocado casi nada, no es otra cosa que conectar con alguien que ya no existe, con una antepasada que estuvo donde yo estuve y vivió cosas que yo viví, pero que ya no soy yo.

Tocar esa lata con estas manos es sentir también un temblor leve, apenas perceptible, un pálpito de reconocimiento y de responsabilidad por lo que era, con sueños, miedos y esperanzas, y lo que estoy siendo ahora. ¿Qué he hecho con lo que fui?

Tocar esa lata es extrañamente (también) sentir que la auténtica es aquella, la chiquilla clavada en el umbral de la vida, la que ahora queda desvelada cuando las capas de los treinta y tantos van cayendo; cuando, oculta de las miradas adultas y ajenas, la armadura cede y el tejido tierno de las vísceras es vulnerable de nuevo.

Los inventados

11/09/2012

He leído, a través de la respuesta de María Xosé Queizán, las palabras con las que Bernardino Graña explica la escasez de mujeres en la Real Academia Galega («Todos desexamos que haxa máis mulleres na Academia, mais ten que ser unha incorporación real. Non as podemos inventar») y me he puesto a pensar. Como tengo una imaginación viva y desordenada, he pensado en esas mujeres a las que les ha pasado lo mismo que a los líderes soviéticos que caían en desgracia: han sido borradas de las fotos como si nunca hubieran existido. Su obra, que un día leyeron y hasta quizá admiraron sus coetáneos, se oculta tras un telón de olvido o, con suerte, ha quedado ensombrecida en favor de otras figuras aledañas, en general masculinas. Me he acordado por eso de la prosa certera, exacta, necesaria, de la argentina Silvina Ocampo (1903-1993), de las historias inocentes y perversas reunidas en La Furia y otros cuentos. Y también me he acordado de que la obra de la pequeña de las Ocampo (su hermana mayor fue Victoria, la brillante fundadora de la revista Sur) apenas se puede comprar hoy en España, salvo la que firma con su marido, Adolfo Bioy Casares, y con su amigo Jorge Luis Borges. Poco importa que sea de lo mejor de la literatura fantástica en castellano. Su marchamo es “descatalogada”.

En mi desorden mental, he saltado a la mexicana Elena Garro (1920-1998), a la que la etiqueta que más le va es la de “escasamente conocida”, al menos a este lado del Atlántico. A ella el crítico Ignacio Echevarría la incluye entre los autores esenciales en español de la segunda mitad del siglo XX y dice que ha escrito «un puñado de novelas extraordinarias», un mérito y una cantidad de la que pueden hacer gala pocos y pocas. ¿Y qué le ha pasado a la Garro para no gozar de más fama? “Quizá”, apunta Echevarría, se lo impidió la «larga mano» de quien fue su marido, el Nobel Octavio Paz, con quien mantuvo una «relación intensa y tumultuosa» que acabó muy mal.

Soltando todavía más hilo, recordé a la pintora Maruja Mallo, el cuarto mosquetero de aquella hermandad surgida en la Residencia de Estudiantes entre Salvador Dalí, Luis Buñuel y Federico García Lorca y a quien nadie después reivindicó; la compañera artística y sentimental de Rafael Alberti en aquellos años, borrada después tercamente por María Teresa León; la vanguardista y transgresora que, tras un fecundo exilio en Sudamérica, acabó sus días en Madrid hecha una vieja estrafalaria que rememoraba su glorioso pasado artístico y vital.

Y con ese deambular de pensamientos tan dispares, de Bernardino a México, de Cangas do Morrazo a las Ocampo, de la León a la Mallo, de la Academia a Queizán, se me ha confundido la mente y, sin venir muy a cuento, me ha brotado una duda: ¿Y por qué no pueden inventarlas? Sí, los académicos, ¿por qué no pueden inventarlas a ellas? Si ellos, que son lingüistas, historiadores, escritores, estudiosos ínclitos y preclaros, no son capaces de verlas, ¿por qué no las inventan? Venga, que lo intenten. Que prueben a inventarlas, por favor.

Pero si al final, después de exprimir el magín con interés sincero, tampoco pueden, ¡que disimulen! Que se vuelvan hacia las intelectuales gallegas y se hagan los sorprendidos. “¡Ah! Es que por este lado no habíamos mirado”, podrían decir con cara de asombro y balbucir una disculpa. ¡Y no pasaría nada! No pasaría nada peor. Y podrían reunirse luego discretamente y enterarse de lo que pasa con las letras y la lengua gallegas y enmendarse, como dicen que tan bien hacen los sabios. Y silbar después mirando al techo.

Pero en mitad de ese vaivén de ideas, en el desconcierto de no saber si ellas son o no son, me ha brotado un miedo cerval, fantasmagórico. Porque… si esos señores no son capaces de sentirlas, si como literatos no pueden siquiera inventarlas y como académicos no disimulan ni tratan de ocultar que ni las miran ni las ven, ¿no será que los inventados son ellos? ¿Que, como en la peli de Amenábar, son ellos los fantasmas, Los Otros, y ellas las que de verdad habitan el mundo real?

París no es una fiesta

05/08/2012

Juan Carlos Botero, escritor y articulista colombiano, dice hablando de París y de los parisinos que la manera de saber si una persona extranjera se ha incorporado a la vida de la ciudad es su gusto por las palomas: si todavía las encuentra hermosas y pintorescas es que aún no se ha vuelto parisino, que es ese ser que las detestas.

Yo, después de haberme paseado por París, concluyo que los parisinos odian las palomas porque aman a los cuervos. Y les admiro el gusto. Pasear por el cementerio de Montparnasse en busca de la tumba de Julio Cortázar y escuchar el graznido agudo y negro de los cuervos es puro Romanticismo, pero más llamativo aun es caminar por los jardines de las Tullerías o por el Campo de Marte y verlos domesticados avanzando a saltitos sobre el césped: decenas de sombras de pájaros —que vuelan quizá demasiado alto— proyectadas sobre la hierba.

Como Botero, otro buen puñado de escritores de América Latina plasman sus impresiones sobre París en el libro El país de las palabras, donde las viviencias de cada uno de ellos se ilustran con sendos retratos realizados por el fotógrafo argentino Daniel Mordzinski.

Los setenta y tantos autores —que me acompañaron antes, durante y después de París— hablan de cafés, de amistad, de parques, del encuentro con una ciudad tantas veces visitada en los libros, de pan y de agua, de besos, puentes y amores, de crisis… Pese a traerme yo también todas esas cosas y muchas más en los ojos, mis historias preferidas son dos que se escapan del lugar común y hablan de un león y de la miseria de vivir en París. La primera es de ese señor encantador llamado Juan Gelman, quien dedica un poema al «viejo león del zoo», con el que tomaba café en el Bois de Boulonge mientras el animal le hablaba de su vida en África. «…me encantaba su elegancia/ su manera de encogerse de hombros/ ante las pequeñeces de la vida», cuenta Gelman deliciosamente, aunque reconoce que su compañero nunca pagaba la consumición.

Lo extraño mucho verdaderamente,
sus ojos se llenaban a veces de desierto,
pero sabía callar como un hermano
cuando, emocionado,
yo le hablaba de Carlitos Gardel.

El otro texto es el de Gabriel García Márquez y está extraído de una entrevista en la que el Nobel colombiano habla de sus «hambres viejas», de «toda la grosería y mezquindad de los franceses», pese a las cuales conserva una imagen fugaz de París que le ha compensado por tanta miseria.

Había sido una noche muy larga, pues no tuve dónde dormir, y me la pasé cabeceando en los escaños, calentándome en el calor providencial de las parrillas del metro, eludiendo los policías que me cargaban a golpes porque me confundían con un argelino. De pronto, al amanecer, tuve la impresión de que todo rastro de vida había terminado, se acabó el olor de coliflores hervidas, el Sena se detuvo, y yo era el único superviviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente Saint-Michel sentí los pasos de alguien que se acercaba en sentido contrario, sentí que era un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando.

No sé si es que me hago mayor y trágica, si es que tengo demasiado reciente la lectura de De Profundis —esa carta arrebatada y dolorosa que Oscar Wilde le escribió a su amante desde la cárcel— o ambas cosas. En cualquier caso, cada día me ronda más en la cabeza esa idea de que si hay algo netamente humano es el sufrimiento y su capacidad para generar empatía. Somos humanos porque sufrimos y porque nos reconocemos en el que sufre. Y cuando eso no es así, malo. Malísimo.

Y esta oscura reflexión —aunque no lo parezca— venía a cuento de París que, como se ve y contradiciendo a Hemingway, no es una fiesta. No lo es quizá porque sus palomas preferidas son cuervos. O porque en nuestras pupilas cegadas por toda su luz, su Sena, su Louvre,  acabamos viéndonos reflejados en esas míseras lágrimas que quizá todavía recuerde  —o quizá ya no— aquel indeseable inmigrante que fue García Márquez.

As minhas meninas

27/06/2012

Ayer el blog La Buena Prensa, de Miguel Ángel Jimeno, publicaba una entrada sobre el reportaje Filho da rúa, el seguimiento que la revista brasileña Zero Hora hizo a un menino da rúa durante tres años. Al primer vistazo me vino el recuerdo de las dos meninas que yo conocí a finales de los noventa y al texto que escribí entonces, que reproduzco con errores y con todo el candor periodístico de mis veinte años:

Juliana no sabe cuántos años tiene, aunque diga que tiene trece. No sabe cuál es su nombre, aunque la llamen Juliana. Es Juliana A. R., aunque no sea cierto. Cuando se vive en la calle y los registros civiles desaparecen, se inventan otros nuevos. Juliana sólo sabe con certeza que es negra. Y, en apariencia, parece siempre feliz.
Cuando sale por la puerta de cristal de SOS Criança, en el barrio paulista del Brás, sus ropas negras casi brillan. Nada que ver con los colores de las paredes, que son rojos, verdes y amarillos, pero están desvaídos. Y la pintura se desprende de las esquinas y hasta los dibujos de niños risueños parecen tristes.
Ahora tiene clase de baile, de dança de rua, con música rap. Se sienta en el escalón de la puerta del centro y espera a su profesor. Me siento a su lado.
-¿Tú ya has estado en Estados Unidos?
-No.
-Mi sueño es ir a Estados Unidos y conocer a Whitney Houston- Juliana tiene otro sueño, pero todavía no lo cuenta- Tengo la misma voz que ella, ¿sabes? Pero primero tengo que aprender bien inglés.
Juliana acaba de salir de su clase de inglés. En SOS Criança los niños ganan su dinero así: van a sus clases -de inglés, de informática, de peluquería…- y por ello reciben unos puntos -crédito legal, se llama- con los que pueden hacer sus compras en el shopping del centro. El dinero así deja de relacionarse con la limosna.
Juliana lleva una boina negra que oculta una espesa mata de pelo negro y muy rizado y sólo deja ver el cabello cortísimo de la nuca. Tiene dos cruces, una en cada oreja, y varios cordones negros alrededor del cuello. Es una niña curiosa y preguntona.
-¿Tienes dinero de España?
Le regalo dos monedas: una dorada, con un agujero en el medio, y una plateada, con la cara del Rey de España.
-¿Está muerto?
-No, está vivo.
-¿Fue él el que inventó la moneda?
Entonces sus compañeras, que se han ido parando también en la puerta, sueltan un “¡Ahhh, Juliana!” resignado. Pero Juliana parece no oírlas. Y continúa.
-¿Y qué hora es en España?
-Cinco horas más que aquí.
-¿Y cuando allí se hace de noche tú tienes sueño?
El coro repite la exclamación.
Una chica rubia con un mechón verde sobre la cara quiere probar mi tabaco. Enciende un cigarrillo y luego se lo pasa a Juliana. Ella le da una calada y me lo devuelve.
-No te preocupes, no tengo AIDS -se ríe mirando las caras a su alrededor- ni herpes.
Juliana ahora sólo fuma tabaco y, de vez en cuando, marihuana. Pero marihuana sólo cuando está contenta y encuentra a algunos colegas fumando en la calle. Cuando está triste no fuma nada. Ya no esnifa cola; dice que lo dejó hace tres años. Otra chica del grupo explica que la cola no sólo se consume por vicio. “Muchas veces los niños esnifan porque la cola nutre, no se siente hambre”.
Una furgoneta blanca se detiene frente a nosotras. Baja un chico alto y delgado, negro, con un bigote muy fino que se convierte en perilla y le rodea la boca. Es el profesor de baile. Juliana quiere que vaya con ella, pero no puede ser. De todos modos, quiere llevarme a la casa donde vive.
-Espérame aquí. A las tres yo vuelvo y te llevo.

Poco antes de las cuatro, las paredes rosadas de SOS Criança reciben golpes directos del sol. Se acerca una niña por la calle, pero no es Juliana.
Como el día, la niña lleva también un sol. Lo lleva en el centro del cuerpo, sobre el fondo blanco de una camiseta, además de unas bermudas de camuflaje y una camisa vaquera, con un desgarro pequeño en la espalda. La niña se detiene junto a la puerta. Se pone a hablar como si le sobrase el tiempo.
Se llama Rosángela S. S. y tiene trece años. Lo sabe con certeza. Aunque ahora está en la calle, ya vivió durante once años con sus padres, hasta que su madre murió. Tenía treinta años, pero Rosángela no lo dice así. Ella dice que este año cumpliría treinta y dos. Pero no quiere hablar de la causa. Ante la pregunta, se queda callada, con la vista baja y la cabeza un poco ladeada. Le digo que no tiene por qué contestar. Entonces levanta la cabeza y sonríe. Una de sus pocas sonrisas.
Rosángela todavía se droga con cola.
-¿Es por hambre?
-No, es para olvidar a mi padre.
Las palabras se quedan en el aire, un momento. Quizá sea porque Rosángela habla así, estirando la última palabra de cada frase, y baja la cabeza y la ladea como un gato mimoso.
-Él me traicionó, no cumplió su promesa de no darme una madrastra… por lo menos hasta que fuese mayor.
-Quizá él no tiene la culpa…
-La culpa la tiene Dios, que quiso que mi madre muriera. Y mi padre tiene la culpa por casarse con otra.
El padre de Rosángela trabaja en el banco Itaú. Tiene una casa y una finca, pero ella no quiere nada de eso si tiene que vivir con “esa mujer”. Piensa que su padre ya no la quiere como antes. La última vez que lo vio él estaba en la puerta de SOS Criança. Ella lo reconoció desde lejos y se escapó. Sólo volvería a casa si él se divorciara, dice.
Mientras espera vive en la calle, de la limosna. Durante un tiempo estuvo en una casa de abrigo, pero se escapó porque no le gustaba la gente que lo llevaba; eran monjas. Ahora duerme en un albergue de la Prefeitura, en la calle Gasómetro, donde abundan los tiroteos y la droga; un lugar sórdido. Quiere salir de allí y volver a un abrigo, aunque sea de monjas.
A Rosángela le encanta hacer teatro y de mayor quiere ser jueza. También quiere que los demás piensen que es una niña fuerte; por eso cuando llora, llora sola.
Me acompaña a la estación de Brás. Cuando nos despedimos, le señalo mi mejilla para que me dé un beso y Rosángela sonríe de nuevo.

Quizá Rosángela acabe en la casa de abrigo de Tatuapé, donde vive Juliana. Es una casa bonita a pesar de su abandono. Después de la verja oxidada y gris, el suelo se vuelve color teja hasta la entrada. La fachada de la casa es blanca y el arco que da paso al porche es azul pálido, como la ventana de arriba: los postigos están abiertos y el aire entra sin permiso por los huecos cuadrados que han perdido el cristal.
La puerta no tiene timbre; hay que golpear con los nudillos. Desde dentro llega un tintineo de llaves. Abre la puerta un chico alto y comienzan a aparecer cabezas por toda la sala. Parecen una tribu que examina al extranjero. Algunos niños están tumbados o sentados en el suelo; otros, recostados en los sofás. Todos cautivados, hasta ese momento, por el televisor.
Juliana se levanta al verme y tardo unos segundos en reconocerla. El pelo que la boina ocultaba el día anterior está ahora libre y voluminoso. No lleva ropa negra, sino una camiseta blanca como de andar por casa. Parece más niña así.
Me lleva a una esquina, hacia el interior de la casa, y me enseña su colgante nuevo: la moneda dorada y española con el agujero en el centro. Después de atravesar la cocina, más allá del pequeño patio interior, hay un despacho viejo y descuidado, como el resto de la casa. Allí está la educadora de guardia, que da permiso para que Juliana y yo charlemos un rato.
Arriba, al final de unas escaleras de madera, hay un cuarto de baño pequeño y dos dormitorios. En el de Juliana hay tres literas y su cama está junto a la ventana de postigos azules. La pintura de las paredes está levantada en las esquinas; en el suelo faltan algunas losetas.
-Ayer casi lloro cuando el profesor de baile me dijo que no podía ir a buscarte.
Juliana no es la misma del día anterior; ya no hay bromas ni preguntas encadenadas. Ya no parece siempre feliz.
-Juliana es un nombre bonito -dice- a mí me gusta, pero… yo quería saber mi nombre de verdad, el que me puso mi madre.
Los recuerdos más antiguos de Juliana vienen de la calle: las limosnas, la droga, los robos… Sus padres la abandonaron allí con sus dos hermanos. Ella sabe que es la mayor, aunque su hermano tenga también trece años.
-Yo creo que tengo más de trece, pero prefiero dejarlo así. Tengo miedo de decir que tengo más, porque me mandarían a otro abrigo, con gente mayor.
Cuando tenía más o menos dos años, Juliana volvió a nacer. Sus papeles se habían perdido y le hicieron unos nuevos: allí registraron una edad, un nombre y unos apellidos que no eran los suyos.
Los postigos azules siguen abiertos. Arriba no hay cenicero y la ceniza cae al suelo. Las colillas salen volando por la ventana.
Frente a la cama de Juliana hay un armario metálico cerrado con un candado. Juliana va a buscar la llave. Cuando abre las puertas, aparece el rostro de Whitney Houston en la carátula de un disco, la banda sonora de El guardaespaldas. Whitney Houston es su sueño; uno de los dos. El otro, más grande todavía, es conocer a su madre. Los dos sueños se le mezclan a veces y Juliana sufre.
-Cada vez que veo El guardaespaldas lloro. Siempre acabo pensando que quizá Whitney Houston sea mi madre -dice- Me parezco un poco a ella y tenemos la misma voz…
Pero Juliana no necesita que Withney Houston sea su madre. Sólo quiere que su madre exista; sólo quiere conocerla.
-Cuando pienso en ella me siento sola. A veces pienso en cómo pudo abandonarme así… Pero si mi madre viniera a buscarme, yo me iría con ella y tendríamos una casa y viviríamos las dos juntas.
Los hermanos de Juliana ya se han olvidado un poco de todo eso. Ellos fueron adoptados; ya tienen una familia. Juliana estuvo viviendo un tiempo con uno de ellos, pero era demasiado rebelde y los padres adoptivos decidieron devolverla al abrigo por un tiempo para ver si le venía el juicio.
-Yo creo que ya tengo juicio.
-¿Se lo has dicho a ellos?
Se para un momento.
-Tengo miedo de que no me quieran.
La educadora del abrigo anuncia que ya se ha acabado la visita. Salimos al porche azul y blanco para despedirnos; pero antes, una foto. Juliana se coloca muy seria y posa como una modelo, pero cuando le paso el brazo por la espalda me abraza fuerte y pega su cara a la mía.

Al día siguiente, por la noche, Rosángela va dejando sus frases colgadas por la línea del teléfono.
-¡Tía! ¿Te acuerdas que hoy tenía que hablar con el juez? Pues me ha dicho que en menos de un mes estoy en una casa de abrigo -se la oye feliz- Y voy a volver a hacer teatro.
-¿Y vas a andar por la calle?
-No.
-¿Y la cola?
-Se acabó. Ahora voy a hacer todo di-rei-tinho.
-Entonces, un beso.
-Otro.

(São Paulo, octubre de 1998)

P.D. A Rosángela la descubrí ayer en Facebook tras varios rastreos infructuosos en los últimos años. Sus fotos y las de su preciosa hija me hacen pensar que efectivamente ha hecho buena parte de su camino así: di-reit-tinho.

Escribir, ¿para quién?

27/12/2011

Escribir para nadie da una gran tranquilidad. Y no es igual, por ejemplo, que escribir para una misma. Cuando escribes para ti misma, escribes para alguien. Para alguien muy particular. Y omites, insinúas o exageras sabiendo que el lector, o sea, tú, sabrá poner las cosas en su sitio. Sabrá entender. Mejor incluso que tú misma cuando escribes.

Escribir para nadie no tiene que ver con eso. Podría decirse incluso que es todo lo contrario. Escribir para nadie es como escribir para todo el mundo. Y escribir para todo el mundo supone renunciar a complacer a una audiencia determinada, por pequeña o grande que sea, y olvidarse de todas las demás.

Si escribes para alguien, si tienes eso que los de marketing llaman target, diseñarás tu producto a la medida del público y satisfacer su expectativa será tu objetivo. Si, en cambio, escribes para todo el mundo, o sea, para nadie en particular, olvídalo. Ni siquiera la lluvia, magnífica, magnánima; ni siquiera el sol, vitamina esencial, han sido capaces de contentar a todos. Y recordar eso da una gran tranquilidad.

Cuando escribas para nadie sentirás la ausencia enorme de un cómplice que modere tus exageraciones, que comprenda tus omisiones, que disculpe tu discurso cuando se vuelva cansino.

Cuando escribas para nadie, sentirás la falta dolorosa de público, la confusión de quien no tiene expectativa que cumplir ni sensibilidades que complacer.

Cuando escribas para nadie habrás logrado, con gran tranquilidad, el objetivo.